#ElPerúQueQueremos

Mi Cautiva

Esa difícil práctica de remover los fantasmas y reconciliarnos

Publicado: 2015-01-12


El 20 de octubre del año pasado fui al teatro a ver “La Cautiva”; la obra me destruyó muchos fantasmas sacándolos de su capa agrietada de polvo.

La iluminación y sonido fueron quizás lo primero que me atrapó, la media luz entrando por una ventana alta y el sonido de constante de voces, pasos rápidos, gritos y disparos me devolvieron al Ayacucho de violencia del que yo vi tan solo un poco siendo muy chica. Entonces mis oídos no entendían el sonido de las balas ni los silencios prolongados.

Mi padre nos llevó a su Ayacucho cuando yo no había ni empezado a asistir al colegio, de entonces recuerdo poco más que el desconcierto; luego comprendería que muchos otros como yo también recuerdan poco más que eso, el desconcierto. Yo no estaba lista para acercarme a la violencia y en plena consciencia de ello mis padres se esmeraron en aislar la casa, aislar nuestros pasos y ruidos de par de chicos en ella. No podíamos encender luces en la noche ni hacer ruidos; por supuesto, tampoco podíamos desaparecer del lado de mis padres, en ningún momento. No podíamos jugar con los perros muy tarde ni salir a comprar pan con grageas al lado.

Mis recuerdos de ese viaje en general son muy difusos, recuerdo partes de las llamadas de atención, partes de las salidas al mercado, parte de las presentaciones a esos cuantos de la familia que se habían quedado allí. Solo tengo un recuerdo relativamente claro (recuerdo que de todos modos años más tarde tendría que consultar con mi madre “eran tiempos complicados, más en Ayacucho”); recuerdo a mi padre tapando las ventanas al atardecer para que no salga la luz de las velas que encenderíamos inmediatamente después, nos iba diciendo algo que no recuerdo, luego me dijeron que pedía que callemos. Imagino que no logró que yo calle hasta que sacó una muñeca de carnaval brasileña de un baúl de esos viejos, grandes, que solo le he visto a él y a un par de personas más; una muñeca del tiempo de sus estudios de postgrado; y seguro (pienso yo), precaria samba. Imagino que callé… esa entrega tuvo que venir con condiciones.

Esa y todas las noches siguientes dormimos, creo yo, sin problemas; hasta que el día en que volvíamos a Cusco nos atrapó la helada en la altura; fue una noche difícil (especialmente difícil para hacer pipí… eso recuerdo).

En todos los años que siguieron a ese viaje el recuerdo me ha acompañado constante, el desconcierto nunca se ha ido. Mi educación escolar, sin ser “mala”, nunca me dejó en claro qué había pasado en ese viaje o qué había pasado en Ayacucho ese año y los anteriores. No fue sino hasta la universidad que comprendí una pequeña fracción de lo que había pasado. No fue sino hasta entonces que leí los testimonios y los escuché en las grabaciones de las audiencias públicas.

“La Cautiva” me arrastró de nuevo al cuarto en el que mi padre bloqueaba ventanas sin lograr que me calle, me devolvió de nuevo a la luz friolenta de la sombra que dejaba el sol que iba cayendo en el cielo de azul profundo y de jaspe rojizo ayacuchano. Esta vez había algo distinto, yo tenía algo más de 20 años extra encima y una profesión que me había puesto muy cerca, cuando menos, a la teoría de la violencia. Ni esos más de 20 años, ni toda la teoría encima me prepararon para lo que sería la obra. “La Cautiva” es cruda, durísima, difícil de afrontar como espectador; y la deja a una devastada, profundamente dolida como persona, como mujer, como peruana. Pero también la deja a una despierta ante el país, ante la dinámica de “amigos y enemigos” tan irreal en una guerra de entre hermanos. Esta obra me ha hecho ver lo profundamente cegados que estuvimos por la violencia, por la violencia de ambos lados; y me ha hecho entender que el desconcierto es lo natural, que ese nivel de violencia no es lo normal, no es lógico, no es tolerable ni siquiera en medio de una gran guerra.

La obra narra un hecho no del todo irreal, narra una violación, una de las miles que se produjeron en la época de violencia; la obra muestra la violación a una niña de cuerpo muerto y espíritu vivo; y narra en el proceso una pequeña parte de los peores excesos que se cometieron en Ayacucho, excesos claros de ambas partes. Desde la matanza de bebés de Sendero Luminoso hasta las impunes violaciones sexuales que cometían con frecuencia los efectivos de las Fuerzas del Orden del Estado. Hechos deplorables y desconcertantes todos.

Buscar la censura de esta obra por apología, o por cualquier otro cargo que pudieran inventar, es censurar no sólo la voz del autor sino censurar la catarsis que este tipo de obras producen sobre mi recuerdo, sobre el recuerdo que creo compartir con muchos otros, ese recuerdo de desconcierto ante un período violento que tenemos que sacar del pecho en este tipo de muestras. “La Cautiva” nos muestra lo peor de ambos extremos pero nos recuerda también lo peor de nosotros mismos, de quienes cargamos la indiferencia al hombro consciente o inconscientemente; de quienes dormimos con el ruido de las balas sin terminar de comprenderlas. Nos recuerda que ningún “lado” es refugio suficiente por mucho que aislemos los ruidos y las luces. “La Cautiva” nos obliga a enlazar nuestras historias, nuestras propias infancias de juego y enamoramientos escolares con la violencia, con una sociedad enturbiada por el dolor, con la desconfianza de no poder ir a jugar a la cuadra con el vecino, con la constante vigilancia ante el otro; ante el “otro” que no era más que una parte de ese “nosotros” que con los años callamos y pretendimos aniquilar dentro del propio pecho.

“La Cautiva” también nos encara ante el reto inmenso de la reconciliación, de la reconciliación con los otros y de la reconciliación en nosotros mismos; y nos recuerda que hay mucho por hacer dentro del propio pecho para empezar a reconocer al “otro”, incluso al “otro” senderista y al “otro” militar y nos recuerda la lucha constante que estos siguen librando dentro de nuestras propias humanidades.

Como el comunicado del teatro “La Plaza” indica: Es derecho y responsabilidad del arte tocar puntos sensibles, difíciles y dolorosos en nuestra sociedad, creando así espacios para la reflexión y el debate

No puedo hablar por el país ni por una generación entera, pero hablo por mí y agradezco al equipo que hizo posible “La Cautiva” haber cumplido tan profundamente esta responsabilidad frente a mí, que en el asiento del teatro, como una espectadora más pude desempolvar puntos tan desconcertantes en mi infancia para animarme a remover a sus fantasmas. “La Cautiva” no es apología al terrorismo en ninguno de sus extremos y afirmar esto es quizás huir desesperadamente del difícil proceso de reconciliación y reconocimiento que tanta falta nos hace.


Escrito por

Fabiola Arce

Politóloga, activista, migrante habitual


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